Pero para que nuestro compromiso individual y social sea eficaz, hemos de partir de un buen diagnóstico. Hay que conocer a fondo las causas generadoras del calentamiento de la tierra, y hasta la fecha no se ha dado relevancia a uno de los factores claves, la agricultura industrial, y en especial "volvemos con los cerdos y las gallinas" la ganadería y el consumo
de carne.
Los animales, especialmente los rumiantes, liberan grandes cantidades de gases en su proceso de digestión, concretamente
expulsan metano. El metano es uno de los gases responsables del efecto invernadero y por tanto del cambio climático. Según los estudios, al producir un kilo de vacuno, se genera el metano equivalente a 13 kilos de emisiones de CO2, y al producir un kilo de cordero, el equivalente a 17 kilos de CO2. Al final, y perdón de nuevo, entre ventosidades y eructos de vacas, ovejas y otras especies animales, la cantidad no es baladí. En valores globales, la ganadería contribuye al 18% de las emisiones de gases de efecto invernadero.
He aquí entonces un nuevo motivo para replantearnos nuestro consumo de carne, pero no para desmantelar todas las actividades ganaderas. Como siempre, es una cuestión de equilibrio. Pensemos en sus beneficios: los huevos, la leche y la carne son un importante aporte proteínico; la ganadería es el medio de vida para 1.300 millones de personas; en muchos terrenos, sólo esta actividad puede aprovechar los recursos vegetales que se producen; es una herramienta de trabajo fundamental para la pequeña agricultura campesina y, además, permite devolver al suelo los nutrientes extraídos por las plantas. En fin, que comerse el plato de huevos fritos con chorizo, con la colaboración de la gallina y el compromiso del cerdo, no tiene nada de malo.
Pero el equilibrio se ha roto. La dieta mediterránea se mantiene en un reducto de restaurantes de élite, los niños desconocen el sabor de los tomates y casi nunca comen espinacas. Popeye ha sido vencido por Homer Simpson, devorador de perritos calientes. Tenemos una epidemia de obesidad en los países ricos que se propaga también a los países en despegue, como China y la India, con consecuencias en la salud y en el gasto público. Y además, como acabamos de ver, es una causa significativa del cambio climático.
No olvidemos tampoco las viejas razones para replantearnos nuestro consumo cárnico, pues no por viejas son menos urgentes: el hambre y la pobreza de las personas que habitan en el mal llamado Tercer Mundo. Tantos excesos carnívoros en nuestra dieta requieren, lógicamente, una alta producción ganadera, que en Cataluña se manifiesta con las muchas granjas de cerdos y gallinas. Y todos esos animales se están produciendo en modelos intensivos donde el cariño brilla por su ausencia, sus aromas perfuman el ambiente y se contaminan suelos y manantiales, se destruyen millones de puestos de trabajo, se desplaza a los pequeños criadores y, sobre todo, se obliga a dedicar en los países empobrecidos del Sur millones de hectáreas cultivables para cosechar su comida "soja, maíz, etcétera" en detrimento de cultivos dedicados directamente al consumo humano. Se sabe que una dieta rica en carne requiere de 10 a 20 veces más superficie agrícola que una dietavegetariana.
Abogo por un pacto entre políticas al "estilo cerdo", comprometidas y valientes, para luchar contra el cambio climático favoreciendo la viabilidad de las pequeñas y medianas explotaciones agrícolas y ganaderas, y actitudes personales de los consumidores y de los productores del "tipo Popeye", en defensa de modelos de alimentación ecológicos y sociales.